Los niños con dificultades motoras: efecto de las estrategias de intervención desde el punto de vista del niño

Carla Oswald Reed - traducción Myrtha Chokler

“Un niño no sabe que es un paralítico cerebral antes que alguien se lo enseñe.”

Estas palabras de Moshe Feldenkrais han influido mucho en mi manera de trabajar con niños alcanzados por un grave daño cerebral o por todos los otros trastornos que afectan la capacidad de aprendizaje del movimiento y del desarrollo del pensamiento. Como kinesióloga formada en los abordajes del neurodesarrollo de Bobath desde 1972 yo creí que conocía bastante acerca del aprendizaje y del desarrollo motor humano. La formación que recibí con M. Feldenkrais conmovió profundamente mis viejas certezas profesionales y me ayudó a elaborar nuevas perspectivas en cuanto al desarrollo del niño.

La mayoría de los bebés sanos aprenden fácilmente. Con regularidad disponen de ocasiones para comprometerse libremente en el movimiento permitiéndoles aprender toda la panoplia del funcionamiento humano, a pesar de las numerosas interferencias de los adultos. Pienso que con los bebés o los niños con dificultades motoras toda intervención bien intencionada puede interferir en las condiciones necesarias para el aprendizaje de un funcionamiento promedio. Quisiera mostrar en este artículo, partiendo del niño, cómo éste cuando es sano organiza su propio proceso de aprendizaje espontáneamente y cómo las condiciones del entorno proporcionado por los adultos actúan sobre  ese proceso.

El aprendizaje espontáneo en el niño sano.

En la experiencia del niño, ¿cuáles son los aspectos que le permiten aprender? Un bebé aprende al comienzo sólo a través de su experiencia sensorial. Por su propia experiencia aprende a conocerse y a entrar en relación con su ambiente. Cuando se encuentra acostado de espaldas un niño sano comienza espontáneamente a moverse y agitarse con una gama de movimientos ricos y variados. Un recién nacido mueve sus miembros y aprende a sentir cómo están conectados a los poderosos músculos de la pelvis y de la columna vertebral. Un bebé de pocos meses, acostado de espaldas, eleva espontáneamente las manos y los pies para llevarlos dentro de su campo visual. Está intrigado por el resultado de sus acciones. Comienza a integrar su experiencia sensorial visual con su experiencia sensorial kinestésica cuando ve sus miembros y siente que puede moverlos él mismo. Mueve fácilmente su columna vertebral de manera de recrear esta experiencia placentera de modo previsible. Mira por encima de su cabeza y aprende rápidamente a utilizar sus brazos y piernas con relación a su columna para que esto se le vuelva más fácil. Esta acción es exactamente la que utilizará para moverse en el campo de gravedad cuando aprenda a darse vuelta sobre el vientre y a levantar la cabeza.

Un niño sano está atento a los movimientos, aparentemente azarosos, de sus miembros. Movimientos que aparecen de manera repetitiva y previsible y le procuran una experiencia agradable. A partir de ello va a reproducir voluntariamente esos movimientos ricos y variados a la búsqueda del resultado agradable. Se mueve con eficacia y con un mínimo de esfuerzo. La tensión mínima que utiliza le permite discriminar numerosas sutilezas entre todas las variaciones de posibles de las acciones. Aprende que una intención particular de su parte crea una acción voluntaria comprometiendo todo su ser y conduce a un resultado previsible. Un conjunto de diferenciaciones aparece antes que su cerebro llegue a integrar una nueva función. La mínima experiencia que pueda realizar en esas condiciones le será necesaria para adquirir de inmediato funciones cada vez más complejas.

El cerebro de un niño hace el trabajo para el que fue construido: crear el orden a partir del desorden, crear esquemas previsibles que se inscriben en la realidad del niño. Se hace lugar progresivamente a un continuum en la complejización requerida después de cada experiencia, según cada etapa del aprendizaje. El niño se encarga de su propio aprendizaje y él es único que puede hacerlo. Él está en la base de las variaciones de las acciones y crea, a partir de sus propias experiencias, los esquemas de ordenamiento en el interior de su propio sistema nervioso. Él va a pasar a una nueva posición únicamente cuando ha desarrollado las capacidades necesarias en esa posición para lograr enfrentar  la fuerza de gravedad. Si las interferencias de su entorno desvían estas ocasiones de aprender en ese proceso natural, habrá zonas blancas o vacías en su funcionamiento como reflejo de las informaciones faltantes.

Interferencias de los adultos

Un niño sano se perturba cuando es ubicado sobre el vientre o en otra postura que limite su posibilidad de actuar. Su atención se mantiene ocupada por la sensación de incomodidad. En su lucha por enfrentar a una posición en la que se ve incompetente, aumenta el esfuerzo y disminuye entonces su capacidad de discernir las sensaciones surgidas de sus acciones. ¿Cómo es vivida una experiencia tal por un recién nacido? Debe parecerse a una situación particular. Como si alguien que lo amara a usted lo llevara a la cima de una montaña sin su consentimiento y lo dejara allí arriba sin ninguna instrucción ni equipamiento. Usted sabría que se espera algo de usted pero no sabría en que dirección moverse sin correr riesgos de caerse. Inclusive intentar levantar la cabeza para mirar alrededor es peligroso y los brazos sólo le sirven para sostenerse. Probablemente usted se volvería rígido y ansioso. También los niños sanos ubicados sobre el vientre antes que ellos hubieran adquirido la organización requerida para responder a la gravedad pueden experimentar el movimiento y el aprendizaje como una lucha y no como una alegría.

Las dificultades de aprendizaje en los niños discapacitados

Cuando un niño con daño cerebral severo está acostado de espaldas la atención que puede prestar a la experiencia sensorial parece menos focalizada que la de un niño sano. Se mueve a veces con poco esfuerzo, lo que debería permitirle discriminar sus sensaciones. Pero sus movimientos se producen al azar, con menos repeticiones y predictibilidad. Él inicia igualmente sus acciones espontáneas con menos variedad. Se encarga de su propio aprendizaje pero no produce datos suficientes para que su cerebro cree, a partir del desorden de su experiencia, una imagen funcional y movimientos reproducibles. Podrá llegar a darse vuelta sobre el vientre por sí mismo con esfuerzo y tensión pero no sabrá cómo funcionar eficazmente en esta posición bajo los efectos de la fuerza de gravedad.

Cuando un niño paralítico cerebral es colocado sobre el vientre, debe luchar mucho más todavía que un niño sano. Y un niño severamente lesionado sólo podrá tener en ese caso pocas iniciativas para modificar sus experiencias.

Es probable que quienes se ocupan de un niño tan seriamente lesionado lo ubiquen frecuentemente sobre el vientre y lleguen inclusive a solicitarle que eleve su cabeza. Se le dice a menudo a los padres y a los profesionales que el niño debe ser colocado sobre el vientre para "entrenarse" a levantar la cabeza, pero ¿qué sucede realmente en ese momento, en esa posición desde el punto de vista del niño? No sabe cómo utilizar su  columna vertebral frente a la fuerza de gravedad y cada vez que es ubicado en esa posición él se debate. El esfuerzo excesivo en esta lucha tiene por efecto aumentar y "entrenar" los errores en la distribución del tono, errores que se hacen habituales con la parte superior de la espalda muy redondeada, rigidez en la extensión de las piernas. Su incomodidad le preocupa y concentra toda su atención. Los esfuerzos le impiden discernir lo que siente de sus exploraciones. Nada de lo que puede hacer le proporciona las informaciones necesarias para aprender lo necesario para elevar la cabeza. Esta posición le ofrece solamente la ocasión de "entrenar" su espasticidad. Por lo tanto la única experiencia que integra es su incapacidad para levantar la cabeza. Solamente el niño puede hacer la experiencia de cómo aprender a levantar la cabeza, pero en esa situación se aleja de la posibilidad de tener acceso a la información necesaria.

Colocar al niño en una posición impuesta desde el exterior implica esperar que su cerebro aprenda, sin las informaciones requeridas inclusive para un niño sano. La interferencia causada por padres y terapeutas bien intencionados depende de la distancia entre la posición exigida al niño y su competencia. Si el niño se las arregla para aprender algo a pesar de estas condiciones de aprendizaje severamente limitadas, va a crear esquemas estereotipados, de esfuerzos excesivos o de espasticidad, esquemas comunes en niños con lesión cerebral y otros.

Comienzo a plantearme seriamente la siguiente pregunta: los esquemas de espasticidad que encontramos corrientemente ¿son una manifestación inevitable de las lesiones cerebrales en estos niños o han sido creadas por las condiciones que les son impuestas por intervenciones bien intencionadas?

¿Qué experiencia podría ser comparable a ésta para nosotros? Es difícil imaginar una posición en la que fuéramos colocados sin nuestro consentimiento, una posición extremadamente incómoda y que nos limitara en el aprendizaje que deberíamos realizar. Tal vez si usted no es bailarín clásico aprender a realizar una gran apertura en 180°de las piernas sería una buena analogía. Sería como si alguien lo ubicara sin que usted lo deseara en esa posición de máxima abducción, de gran apertura y le exigiera que se mantuviese derecho con una sonrisa. La mayoría de las personas no saben cómo mover la pelvis, la cadera y la columna vertebral para hacer posible una máxima apertura con las piernas extendidas. Encontrarse obligado a mantenerse en esa posición sería terriblemente incómodo y no permite que uno aprenda a hacerlo.

A menudo los niños que tienen dificultades de movimientos son colocados en aparatos para obligarlos a mantenerse en posición de pie sin que sepan cómo asumir esta postura por sí mismos. ¿Qué significa esta experiencia desde el punto de vista del niño? Si proseguimos con el ejemplo precedente imagínese usted que desde mañana se dicta una ley obligatoria por la cual todo individuo debe saber hacer la máxima apertura de piernas. Digamos que todas las personas que lo rodean a usted son de un tamaño como de tres veces el tamaño de usted. Si usted no es capaz de realizar la “gran apertura” de piernas, va a ser derivado a un doctor, ( de tamaño tres veces más grande que usted). Lo va a examinar, así como los documentos que prueban que usted no posee los requisitos que exige la “gran apertura”. Le prescribirá entonces un aparataje, una estructura de metal, de plástico, de velcro y de cuero que va a mantener sus piernas bien separadas fijándole verticalmente la cadera para estimular la posición sedente. El médico informará entonces a sus padres, quienes también miden tres veces su tamaño, que este aparataje debe ser llevado puesto todo el día para que usted aprenda a hacer la apertura máxima de piernas. Los asistentes del médico le enseñarán a sus padres o a su niñera cómo ponerle este aparataje. Luego prescribirá otro aparato para mantener las piernas en esa posición durante la noche. Si aún así usted no aprende a hacer la “gran abertura” lo llevarán al hospital donde lo van a anestesiar. Le cortarán los músculos interiores de sus piernas y le colocarán un yeso en posición de “gran abertura”. Cuando le quiten el yeso usted va a ser ubicado en la posición “gran apertura” con o sin aparatos. Nadie le había preguntado a usted si le resultaba importante saber hacer la “gran abertura” ni cómo se sintió con los aparatos o si el aparato lo ayudó o no.

Respuestas a experiencias traumáticas

Anat Baniel (formadora Feldenkrais) me aconsejó recientemente el libro “Trauma y Recuperación” (Trauma and Recovery) de Judith Lewis Herman La doctora Herman declara que las respuestas a los traumatismos son previsibles:

“La respuesta de un  ser humano frente al peligro es un sistema complejo de reacciones integradas, implicando cuerpo y mente… Estos cambios movilizan a la persona amenazada en acciones cansadoras… Reacciones traumáticas aparecen cuando las acciones se hacen imposibles. Cuando no le resultan posibles ni la resistencia ni la huida el sistema de autodefensa humano se hace confuso y desorganizado. Los síntomas traumáticos se desconectan de su fuente y toman vida de manera independiente”.

La señora Baniel remarca que este libro permite la clarificación siguiente: lo que constituye un traumatismo para un individuo, cualquiera fuera la intención de la persona que interviene, es cómo es percibido por él esa intervención. La señora Baniel identifica tres características principales en las experiencias que crean esta respuesta traumática:

1.- intrusión en la experiencia de un individuo para el dolor y /o de manera desestructurante (que estimula los receptores del dolor o del sistema nervioso simpático);

2.- condiciones impuestas sin el consentimiento de la persona que crean angustia física  y/o mental (que estimula el sistema límbico) y

3.- situaciones en las cuales las acciones del individuo son ineficaces para cambiar algo (sin ayuda y sin esperanza).  

Es importantísimo tener en cuenta que estas características por definición pertenecen al área de lo sentido (de la experiencia de aquél a quien se le han impuesto) independientemente de las intenciones de las personas que las imponen.

La Dra. Herman presenta un amplio repertorio de respuestas en su presentación “Complejidad de las desorganizaciones ligadas al stress post-traumático”. Realmente cuanto más severa es la experiencia traumática habrá mayor cantidad de respuestas sintomáticas.

Es difícil llegar a comprender hasta qué punto las intervenciones de personas bien intencionadas pueden resultar traumáticas desde el punto de vista del niño. De todas maneras este libro excelente sobre los efectos de los traumatismos  y de los malos tratamientos nos permite establecer algunos paralelos chocantes con lo que he visto a menudo en niños discapacitados, especialmente las características clásicas de “alteración de conciencia” llamados “episodios transitorios de disociación”. La disociación es una tentativa de última para enfrentar condiciones que el niño encuentra fuera de su control, impidiéndole prestar atención a la experiencia que está viviendo. Es una reacción normal del sistema nervioso frente a la experiencia de dolor. Como un adulto que  sufre grandes dolores, el niño se ocupa en tratar de encontrar cómo reconfortarse y por eso no está disponible para pensar o aprender. He aquí dos ejemplos surgidos de mi experiencia profesional.

Trabajé con un niño de seis años que estuvo al borde de ahogarse accidentalmente a la edad de dos años. Desde esa edad ese niñito fue seguido en diversas terapias físicas, ocupacionales y verbales; fue equipado con aparatos para mantenerse de pie y para arrodillarse; sufrió intervenciones quirúrgicas ortopédicas a nivel de la cadera y fue de inmediato inmovilizado en extensión. Poseía un control de cabeza selectivo pero por razón del excesivo tono muscular de todo su cuerpo él no podía experimentar ninguno de los movimientos de base del niño. Cuando lo vi la primera vez lanzaba gritos cada vez  que un maestro o un terapeuta se le aproximaba. Utilizaba el control de su cabeza para balancearse cada vez que alguno lo sostenía, giraba la cabeza para sacar la lengua o morder. Repetía sílabas sin sentido descritas por los profesionales como  “perseveraciones” (NDT : Definición de MaxiDico : repetición patológica de un gesto, de un tema o de una palabra, a pesar de la desaparición de las circunstancias que los hubieran motivado, observada también en estados demenciales).

Durante nuestras sesiones le brindé la posibilidad de vivir experiencias significativas y cómodas en las cuales él podía escoger.

Comenzó a sonreír  y a reír progresivamente con sus compañeros y durante nuestras clases. Empezó a utilizar frases de dos palabras. Al principio, yo pensaba que su “perseveración” era debida al daño cerebral. Más tarde me di cuenta que era una manera de poder distanciarse de la experiencia dolorosa a la que se encontraba confrontado.

En otra ocasión trabajé con una niñita encantadora de 7 años, prematura. Su madre la sub-alimentaba. Había sido hospitalizada en una unidad de terapia intensiva durante un mes. Luego rehospitalizada por pérdida de peso a los 4 meses y confiada a la unos tíos. Siguió una reeducación desde llos dos años. A los 4 sufrió una rizotomía dorsal, intervención neuroquirúrgica en la cual fueron seccionadas alrededor del 70% de las raíces nerviosas sensitivas para disminuir su espasticidad. La reeducación postquirúrgica se focalizó en hacerla caminar con un aparataje un andador. Cuando la vi por primera vez observé que poseía brazos muy fuertes pero no sabía cómo hacer balancear  su tronco para utilizar libremente sus brazos para sentarse o cómo organizarse con las piernas para mantenerse en cuadrupedia o de pié. En cuadrupedia, sin aparatos, podía transferir su peso en principio sobre los brazos y tiraba sus piernas con un movimiento rápido y alternante. Con los aparatos no podía sentarse libremente en el suelo ni reptar. El docente decía que esta niña pedía a sus padres cada vez que podía, que la enviaran a la escuela sin aparatos.

En cada clase en la escuela le quitaba los aparatos si los llevaba puestos. Entonces se enloquecía, estallaba en carcajadas y se desplazaba rápidamente por la habitación sobre las manos y las rodillas. Rechazaba todo contacto físico cosa que no podía evitar cuando yo la colocaba sobre la mesa.

Asistía a una clase de educación especial y yo esperaba que tuviera importantes limitaciones intelectuales. Sin embargo cuando le proponía realizar su propio programa para la clase, ella retomaba numerosas  veces el juego del “doctor”. Me examinaba con un vocabulario sofisticado y apropiado, pidiéndome excusas por hacerme esperar mientras “operaba” mi espalda. Creo que su manera de estallar de risas y su hiperactividad en las primeras clases era una tentativa para disociarse de experiencias que le habían impuesto. Además ella había aprendido esas conductas para impedir las intervenciones que la invadían. A través del juego del “doctor” demostró que podía realizar un comportamiento más inteligente. Más tarde, comenzó a explorar movimientos que le permitieron actuar más lento y llevar su atención a todo lo que podía hacer con las piernas.

Trabajé con un niño de 10 años que había nacido con espina bífida y mielomeningcele lumbar. Sufrió numerosas intervencines quirúrgicas desde la reparación inicial de la espina bífida, operaciones por hidrocefalia por lo menos dos veces, artrodesis (ndt. fijación) de tobillos y descorticatización de la médula espinal. Desde los dos años llevaba un corsé para la escoliosis día y noche salvo para el momento de higiene. Durante las horas de vigilia llevaba un aparato para las piernas. Para cortas distancias se desplazaba con un andador articulado. Las rodillas estaban fijadas en extensión. Cuando trabajé con él por primera vez en su escuela le pedí que retirara su aparataje. Me dijo que no se lo permitían. Tuve que apelar a su madre para obtener el permiso y reasegurarle que eso no le causaría ningún fastidio.

Al comienzo este niño se acostaba y me solicitaba que quitara su ropa y sus aparatos como si su cuerpo no le perteneciera. Miraba fijamente el techo y esperaba que hubiera terminado con él. Para mí esa era una  respuesta automática de disociación debida a sus experiencias pasadas. Descubrí que era incapaz de atrapar sus pies cuando llevaba el corsé. Inclusive aún con el corsé quitado no sabía cómo plegar sus rodillas, después de tantos años en que estuvieron en extensión por los aparatos. Poco a poco lo fui comprometiendo  en el proceso de sacarse los zapatos, el pantalón y los aparatos. Respeté sus capacidades siguiendo su ritmo y permitiéndole que encontrara maneras personales de participar con gestos que antes siempre otros hacían en su lugar. Yo lo ayudaba al mínimo en los momentos en que era claro que no tenía ninguna posibilidad de lograrlo solo. Muy rápido se fue implicando cada vez más en las clases comenzando a tener iniciativas por sí mismo.

En una de nuestras clases lo llevé a una sala de juegos de la escuela, sin sus aparatos y lo ayudé a ir al arenero. Comenzó a hacer zanjas en la arena, a su alrededor con una variedad de movimientos que n le había conocido antes. “Me pregunto si sería posible enterrarla en la arena”, me dijo. Escuchar a un niño de 10 años proponer tal juego probablemente por la primera vez, me hizo lagrimear por darme cuenta hasta qué punto sus aparatos le habían limitado las posibilidades de experimentar. Comencé a preguntarme qué podían sentir los niños frente a ese aparataje, hecho “por su bien”. Sobre el camino de regreso yo le pregunté dónde íbamos a poner su aparato. “Si sólo dependiera de ti cuántas veces te colocarías tu corsé?, le pregunté. Al principio no me respondió porque no creyó que le pidiera su opinión en serio. Luego respondió “¡jamás, lo detesto!” Sorprendida le pregunté todavía :

-“¿cuándo llevarías tus aparatos para caminar?”.

-“Jamás”

-“Entonces ¿cómo harías para desplazarte?”

-“En mi silla de ruedas”.

-“Querés decir que preferirías desplazarte con la silla de ruedas antes que con tus aparatos  el andador?

-“Sí”, respondió.

Creo que este intercambio verbal podría reproducirse con mayores o menores variaciones cada vez que se intentaba implicar a los niños en los programas y condiciones que les concernían.

Si ciertos aparatos son considerados como absolutamente necesarios para sostener a los paralíticos o prevenir deformaciones, se debería realizar una comparación para estimar por un lado el beneficio que un aparato aporta mecánicamente y por otra parte los aprendizajes y las experiencias que un niño puede realizar sin él. Cuando se considera el equipamiento con aparatos para un  niño discapacitado uno debe plantearse indispensablemente la pregunta: ¿Estamos siguiendo el progreso del niño? ¿O imponiéndole esta posición no lo alejamos del aprendizaje necesario para adquirir esta función?

Debemos dejar caer la apariencia de la competencia profesional y preguntar al niño qué siente frente a ese aparataje y si las limitaciones que éste le impone le parecen beneficiosas desde su punto de vista.  

Desgraciadamente los niños citados antes no representan casos aislados. Todos aquellos con quienes he trabajado y que sufrieron intervenciones de las que he hablado, muestran ese tipo de conducta disociada. Los más pequeños al principio lloran o se escapan o se pegotean a sus madres. Los un poco mayores, que saben hablar, utilizan estrategias complejas para desviar nuestra atención y la de ellos mismos. Otros aun mayores pero que no disponen de lenguaje verbal, lloran o crean una mirada ausente. Parecería que suspenden la atención de todas las experiencias que podrían vivir.

Hay que observar que en todos los casos los niños presentan síntomas que se presumen ser consecuencia del daño cerebral. Sin embargo como pude comprobar que éstos desaparecían si se modificaban las condiciones del entorno, considero a estos síntomas como respuestas traumáticas debidas al stress. Espero que este tipo de respuesta comience a ser identificada y diferenciadas, como síntomas ligados al stress, al traumatismo antes que a las lesiones cerebrales.-  

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