El devenir de la mirada.

Dra. Myrtha H. Chokler

Abordaje terapéutico de una niña con patología neuro-psico-sensorial severa.  


Introducción:

La práctica terapéutica psicomotriz con niños multidiscapacitados, se encontraba  influída, durante largos años, por el mecanicismo reparador y la pulsión ortopédica y reeducativa que despierta la alteración congénita, desencadenante de fantasías de incompletud, de marca indeleble, “no restaurable” de la falta, de la falla y del “destino inexorable e inmodificable” de la lesión neurológica. La inquietud por transformar ese abordaje me ha llevado desde hace alrededor de 15 años a intentar comprender la dinámica profunda de un cuerpo dañado y estigmatizado, que surge como señal permanente para su familia y su entorno de lo que no fue y de lo que probablemente nunca será. ¿Cómo ayudar a modificar esa construcción paulatina de un proyecto de vida familiar signado por la dependencia, el temor al futuro, la dificultad para las identificaciones, la hostilidad y la culpa, la estereotipia y rigidización de los vínculos?.

Los descubrimientos de la Dra. Emmi Pikler acerca del desarrollo postural y motor autónomo, su incidencia en todos los aspectos de la conducta del niño y en la estructura de relación con los adultos, los aportes psicológicos y pedagógicos emergentes de su práctica clínica e institucional, me llevaron a pensar y replantear las estrategias terapéuticas articulando epistemologías diversas, provenientes del Psicoanálisis, la Psicología Genética, la Psicomotricidad y  crear tácticas y técnicas que a la luz de estas reflexiones devenían convergentes y que hasta entonces me habían aparecido como disociadas y excluyentes.

Ana,

Primera entrevista, mes de marzo

Ana, de tres años y medio llega en brazos de su abuela materna. La madre, por su lado, trae un bolso grande y el padre, las llaves del auto dando vueltas en su mano.

Ana  se crispa cuando me acerco a saludarlos, rehuye mi mirada ,esconde su cabeza en el hombro de la abuela y se prende con fuerza de su pelo. La madre, ansiosa, quiere desprenderla y arrancársela  de inmediato diciendo: “pero qué tonta, siempre lo mismo”. Ana se aferra con más fuerza aún. Observo que trae una prótesis en la pierna y pie derechos.  El padre se sienta corriendo la silla hacia atrás, mira distraídamente el ambiente, juega con las llaves. La madre, de aspecto muy joven, tensa, nerviosa, manipula el gran bolso buscando informes, carpetas, evaluaciones, electroencefalogramas. Parece que allí dentro estuviera depositada toda la historia de Ana. Habla rápidamente, cuenta todos los detalles del embarazo, parto prematuro, las dificultades de la situación imprevista, terapia intensiva, dos meses en incubadora, convulsiones a repetición, microcefalia, la medicación. El desfile de médico en médico y de un diagnóstico a otro, desde parálisis cerebral y epilepsia a autismo, desde sordera total a debilidad mental profunda. El relato es un torbellino eficiente y desafectivizado, la emoción sin embargo  se filtra en el ritmo de su palabra.

La abuela, mientras tanto, había sentado a Ana sobre su falda, frente a frente. Trataba de jugar con ella, le hacía morisquetas buscando la mirada, le dirigía sonidos y onomatopeyas en voz muy bajita. Ana se retorcía con sacudidas incoordinadas, con bruscas extensiones del tronco. Era sostenida por las axilas y los brazos quedaban como desarticulados, el derecho rígido en flexión hacia atrás, muy arriba  con el puño apretado. Yo no alcanzaba a ver el rostro de Ana cuya cabeza giraba bamboleando repetidamente. La madre continuaba desplegando, sin mirarla, los sucesivos tratamientos, las dificultades permanentes para alimentarla , los llantos súbitos, la oposición y las crisis de cólera que Ana revelaba frente a la imposición de los ejercicios kinésicos o de laborterapia.

Mientras, la niña intentaba deslizarse hacia el piso. Madre y abuela trataron de evitarlo. Finalmente la abuela la colocó de pié sosteniéndola contra sus piernas. Ana con flexiones y extensiones de miembros inferiores, tironeaba de los brazos que la sujetaban, con irradiaciones tónicas desorganizadas sobre el tronco, cuello, brazos. Es evidente que no sostenía su cuerpo ni lograba pararse. Les señalé la alfombra, miraron con poca confianza, pero finalmente la sentaron allí sosteniéndola por el lazo del vestido. Ana tendía a caer en hiperextensión, en bloque. Le acerqué algunos juguetes. Ana, crispada, cayó nuevamente hacia atrás gimiendo.

Me advirtieron: “No juega con nada. No le atraen los juguetes”.

Me senté en el suelo a un par de metros de Ana que se había caído, quedando acostada lateralmente, replegada. No parecía percibirme. Comenzó a reptar de espaldas con dificultad. La madre tensa “sabe” que no debe intervenir. Apenas intentaba acercarme Ana se crispaba, detenía el movimiento, en alerta. Me alejé y pocos instantes después reinició su juego de estiramientos y propulsión. Cuando volví a acercarme, Ana adoptó una postura de rechazo, comenzando a lloriquear. Regresé a mi sillón y Ana se tranquilizó.

Se desplazaba reptando de espaldas lentamente. En una de sus vueltas se me fue acercando. Parecía dirigirse, aunque no lo miraba directamente, hacia un juguete. Se lo alcancé. No lo tomó y por el contrario se alejó marcando muy bien los límites y las distancias. Nos quedamos hablando un rato más con la familia. Finalmente salió de la sala casi colgada de los brazos mientras la abuela intentaba mostrarme cómo le “enseñaban a caminar” antes de levantarla en sus brazos. El padre estuvo en silencio todo el tiempo jugueteando con sus llaves. Le pregunté al final si quería agregar algo. Me respondió: “Ellas son las que saben”.

Me impresionó el cuerpo desarticulado de Ana, sus sacudidas tónicas generalizadas, las caídas en bloque, su cuerpo desparramado y crispado como si intentara defenderse con su hipertono, como una segunda piel, de angustias arcaicas de licuefacción. En el mismo sentido me aparecieron el alerta y el rechazo ante cualquier esbozo de acercamiento de extraños y sin embargo el fuerte aferramiento  al pelo o a la ropa de la abuela. La recurrencia del reflejo de Moro acompañado de miradas de pánico, expresaba no sólo el daño cerebral, sino fundamentalmente las sensaciones íntimas de súbito y frecuente desequilibrio y consecuentes vivencias de caída. Me impactó la sobreexigencia de la familia para que adopte una postura vertical, una actitud “aparentemente más humana” aunque fuera precaria, inestable y absolutamente dependiente. Pero al mismo tiempo me impresionaron sus ojos brillantes aunque evasivos,  sus posibilidades de reptar de espaldas de manera espontánea y vivaz y propulsarse con los pies para deslizarse sobre el piso; el esfuerzo tónico de reunificación de su cuerpo, con aproximación de los miembros y el puño hacia la boca y su activa oposición ante cualquier sospecha de intrusión.

Valoré la relación estrecha y afectiva con la abuela, percibí la distancia del padre, excluido o autoexcluído, delegando todo vínculo en las mujeres y constituyéndose sólo en proveedor acompañante, escondiendo en su jugueteo con las llaves del auto,  su desolación e impotencia. Ana era casi una extraña para él.

Segunda  entrevista, una semana después

Les propongo ir  a su casa. Es un departamento agradable,  tal vez muy cargado de muebles y adornos. Muy prolijo. Ana pasa el día en dos lugares: su dormitorio, compartido con su hermano de 8 años, donde ella tiene una amplia cuna con barrotes llena de muñecos de felpa, (la habitación está organizada principalmente para responder a las necesidades escolares y de juego del varón) y en la antecocina donde pasa  muchas horas dentro de su  sillita alta.

Me recibe la madre muy ansiosa. Ana está en su sillita, deslizada hacia un costado, sacudiendo las piernas colgadas. Varios objetos cuelgan del borde. De tanto en tanto Ana los empuja con la mano izquierda violentamente cuando alguien se los coloca sobre la mesita. No da señales de registrar mi entrada. Chupetea su mano derecha mirando un haz de luz. Cuando la madre se le acerca, rápidamente se le prende del pelo o de la ropa. La madre se desprende reprendiéndola. Ana no la mira directamente. Es difícil encontrar su mirada. A veces juega con sonidos vocálicos, siempre los mismos. Se babea abundantemente.

No tiene suficiente estabilidad para sentarse. La madre la reacomoda e insiste en acercarle objetos. Ana se tira violentamente hacia atrás y los rechaza reiteradamente.

Es la hora de la merienda. La madre la toma en brazos como a un bebé e intenta darle un biberón. Es un forcejeo permanente. Ana lo rechaza. La madre insiste hablándome todo el tiempo acerca de la lucha de las comidas. Ana traga, tose, escupe. La vuelve a sentar en la sillita alta e intenta darle una galletita mojada en leche. En 20 minutos logró hacerle tragar tres cucharaditas, distrayéndola con múltiples juegos, morisquetas, amenazas, exhibiendo objetos que la atrajeran. Durante ese tiempo Ana parece por momentos muy conectada con la madre, hay intercambio de sonrisas, agita las manos, pero no come.

Observo una actitud forzada, tratando de enseñarle: “Mirá la cuchara, cu-cha-ra, ves, mirame, cu-cha-ra. “Papa, mirá pa-pa”. Ana llora intempestivamente, sin lágrimas, con gemidos agudos. Súbitamente se calla.

En su habitación compruebo que intenta rolar cuando, a mi sugerencia, la ponen en el piso. Pasa con bastante habilidad de un decúbito a otro pero sólo lo hace para rehuir  algo o a alguien. Su postura espontánea es acostada lateralmente, a menudo con el puño en la boca, la mirada frecuentemente perdida, en una posición casi fetal. El hermano la trata como a una muñeca con la que se juega, la toma, la aprieta, la sacude y la abandona. Ella se deja hacer. Hay mucha ansiedad, mucha invasión del cuerpo de Ana que es manipulada, forzada, puesta de un sitio a otro como un objeto, que se alterna con muchos momentos de soledad y aislamiento. Observo escaso espacio propio cómodo y me pregunto por el lugar de Ana en la familia. Toda la relación está cargada de tensiones, frustraciones, miedo a la reaparición de las convulsiones. La desesperanza y la hostilidad  fluctúan con expectativas mágicas de curación.

Ana tiene evidentemente un trastorno psicomotor importante derivado de un daño cerebral severo, que se expresa en una hemiparesia espástica, una actividad espontánea restringida, semejante a la de un niño de 7 u 8 meses, perturbada por la hipertonía de los miembros que es más acentuada en el hemicuerpo derecho, con persistencia de reflejos primitivos como succión, grasping, Moro, opistótonos. Un inseguro control del tronco, con reacciones bruscas, rígidas y desorganizadas y  distonías generalizadas, hipotonía de labios, chupeteo de la mano en puño. Los desplazamientos son escasos,  con  reptación de espaldas, propulsándose con ambos pies. Es muy limitada su prensión voluntaria, parece costosa e incoordinada la extensión de la mano, especialmente la derecha. Rechaza el contacto de personas y objetos salvo el aferramiento del pelo o la ropa del que se acerca. A veces tiene una actitud de alerta, otras de desconexión con tendencia a la inmovilidad, crispación generalizada, con reacciones tónico-posturales bruscas aparentemente inmotivadas. El juego vocal es monótono y muy esporádico. Fugazmente aparece una amplia sonrisa muy conectada, provocativa, especialmente con la abuela.

La mirada es extraña, huidiza,  generalmente flotante, con sus ojos siempre de costado es difícil saber qué está mirando y cuánto interés eso le despierta.  

En el consultorio. Primera etapa (abril)

Pensé que era imprescindible crear un ambiente cálido, continente, calmo y seguro para que libremente pudiera abrirse al contacto, a la comunicación con otro, a la apropiación de su cuerpo, del espacio. La trae generalmente la abuela que participa expectante de la sesión. Partí, basándome en Pikler, de un máximo respeto por su actividad espontánea y voluntaria, por la aceptación de sus posturas de elección, con la mayor la disponibilidad corporal y  empatía emocional de mi parte y por la utilización de mi palabra y mi voz, a pesar de ser consciente de su sordera, creando una envoltura sonora que operara aunque más no fuera por vibración. Ana estaba equipada con un audífono.

Durante los primeros encuentros, en una sala alfombrada sin muebles, con un espejo en la pared y objetos inflables de colores, algunos trasparentes, entre otros,  Ana pasa casi todo el tiempo acostada, parece desconectada, la mirada vaga, inmóvil o con escasos pataleos o pasajes a boca arriba, luego de costado, con el puño derecho siempre en la boca.  Por momentos aparecen súbitas crispaciones generalizadas y llantos cortos que cesan imprevistamente como comenzaron.

Asumo posturas a su altura, en el piso, acostada, algunas semejantes a las de ella. Mi presencia parece no ser registrada pero, apenas me acerco expresa su rechazo con reacciones hipertónicas masivas y estiramiento de miembros. Cuando alguna vez me aproximo lentamente sin que me esté mirando percibe mi presencia y se prende de mi pelo o de mi ropa o de mis dedos y tironea con fuerza tratando de llevarlos a su boca. Soy simplemente un objeto prensible. Si esbozo en ese caso un intento de contacto, sin soltarme, me sacude, rechazándome con fuerza e inquietud. Sin embargo, alguna vez nos hemos cruzado fugazmente las miradas.

Ana no se interesa por otros objetos y en general rechaza cualquier propuesta. Durante la sesión hablo con la abuela de cómo expresa Ana sus sensaciones, sus deseos de quietud o movimiento, de no ser invadida o sobreexigida, la necesidad y seguramente importancia de sus aferramientos, y también del diálogo corporal que puede establecerse y el clima de comunicación, aun precaria,  cuando se siente comprendida.

Segunda etapa ( mayo)

Al cabo de unas tres semanas comienza a estar más activa. Se desplaza reptando de espaldas. Parece más conectada conmigo, me busca mirándome siempre de costado, pocas veces sonríe. Si estoy cerca trata de prenderse de mi cuerpo, de mi ropa pero no acepta que yo la tome o la toque. Me empuja creando un espacio entre mi espalda y la pared donde se aloja tironeando mi pelo, se aloja entre mis piernas y  mis brazos; busca huecos en mi cuerpo o entre éste y los objetos para acomodarse adoptando posturas extrañas, retorcidas. Descansa allí unos momentos. Pareciera que experimenta un gran placer en ese juego exploratorio de torsiones, estiramientos, entradas y salidas, contactos piel a piel, como en un continente cálido, flexible y maleable. Luego puede deslizar sus piernas debajo de mi cuello si estoy acostada en el suelo, o pasarme por encima reptando sobre su vientre o su espalda como si yo fuera una irregularidad del piso. Se desplaza a buena velocidad y escapa si  intento rodearla. Sus manos, generalmente apretadas en puño, que se aferran a mi pelo  tironeando fuertemente, se abren para servirle de apoyo cuando comienza a gatear.

Durante todo ese tiempo, alrededor de un mes, no se interesa por los objetos inflables voluminosos y atractivos, aros y rodillos transparentes u opacos, algunos almohadones. Al principio los desplaza, los aparta, los patea, los arroja o los revolea con fuerza y fastidio,

los elude o los arroja lejos como para que no le molesten o los atraviesa como si no los percibiera  o fueran sólo un obstáculo a sortear.

Comienzan a repetirse muchas situaciones de encuentro, aunque muy fugaces con la mirada. Generalmente sus ojos no se dirigen a mi rostro pero lo explora con la mano izquierda buscando aferrarse a mi pelo.

A partir de los comentarios que la abuela  hace de nuestras conversaciones, la madre comienza a venir de tanto en tanto, cuando su trabajo se lo permite, asistiendo a las sesiones. Pregunta y pide explicaciones acerca del sentido de las estrategias. Intento que vaya redescubriendo la persona que es Ana, sus cambios de actitud y el placer que manifiesta en compartir el juego de esconderse detrás de mí o en los huecos de la sala. También la madre necesita sentirse reasegurada.

Tercera etapa (agosto)

Observo que Ana mantiene sus posturas de espaldas y de costado en el piso pero sus desplazamientos se hacen cada vez más ágiles y eficaces, con reptación dorsal, ventral, algunos rolados y en menor medida el gateo. Se lo señalo con énfasis a la madre y a la abuela. Ellas ven que disminuyen los momentos de inactividad y desconexión aunque se refugia todavía de tanto en tanto en ellos. Las tranquilizo respecto a ello. Ellas pensaban que había que sacarla compulsivamente de esas situaciones.

Lentamente comienza a interesarse por los inflables, de colores brillantes, livianos. Busca particularmente un aro transparente con bolitas de telgopor adentro que se mueven apenas lo manipula. Acostada de espaldas permanece varios minutos tomándolo con la mano izquierda, observando atenta las bolitas que se agitan, mientras la derecha suele estar en flexión a la altura del hombro o con el puño en la boca. Rápidamente comienza a abrirla y a servirse de ella como complemento para manipular el aro, lo lleva a la boca, lo chupa. Esta atención sostenida y su actitud de exploración me hablan de un YO activo que se organiza y se manifiesta.

Voy colocando varios aros, pelotas y rodillos, ahora se acerca a ellos por momentos los observa atentamente, los toma con ambas manos y los deja caer. Su juego preferido sigue siendo reptar rápidamente hacia mi espalda, aferrarse a mi pelo y sacudirme como lo hace con los inflables. En esas ocasiones generalmente ríe. Voy armando túneles con las colchonetas que debe atravesar si quiere acercarse a mí. Comienza un juego de persecuciones en los que me voy ocultando detrás de los inflables transparentes, escapando y ella trata de alcanzarme, tomarse de mi pelo y treparse a mi espalda, con grititos, carcajadas y manifestaciones de alegría y excitación. Desde allí, mi cuerpo empieza a constituirse en una prolongación del suyo que le sirve para transportarla y alcanzar objetos. Me empuja, me guía, me lleva la mano hacia lo que quiere, patea la puerta del placard donde están guardados los juguetes y donde además hay huecos que aprovecha para introducirse, esconderse y desparramar por la sala todo lo que hay adentro. Aparecen frecuentes situaciones de berrinches cuando pongo límites, cuando me opongo a su deseo o no comprendo rápidamente sus gestos. Todos los encuentros de esta etapa comienzan de la misma manera, me empuja, me tironea, me patea, intenta treparse a mi espalda. Se apropia de mí y luego me usa como instrumento. Pasamos muchos momentos juntas en estas situaciones frente al espejo.  Se mira y me mira interesada. No sé cuál es el nivel de reconocimiento pero la palabra está siempre presente.

La prensión es muy dificultosa, muy masiva por persistencia del tono flexor, con irradiaciones tónicas contralaterales, que debe vencer para la utilización bimanual. Si toma un objeto pequeño, el tono flexor de la mano aumenta. El objeto parece adherirse a ella como si le resultara desconocida la extensión voluntaria, sacude el objeto como si tratara de desprenderlo. Me mira como pidiendo ayuda. A veces intenta tomar uno nuevo sin llegar a soltar el anterior, con un esquema prensil muy arcaico. Parece sorprendida de no poder desprenderse del objeto e inicia una investigación activa de la acción de tomar y soltar que le lleva varias semanas entre el aferrar y el dejar partir el objeto.

Le interesan objetos más pequeños, recipientes, cajas, potes de los que saca juguetitos que yo vuelvo a colocar. Los desparrama, los revolea, a veces los observa muy interesada, pero nunca los pone adentro. Es un esquema de acción compartido conmigo, desde mi función auxiliar, yo reúno, junto, acumulo, reunifico e incluyo en un recipiente continente, completando  y dando sentido a su sacar, separar, dispersar. La complementariedad de a dos permite la continuidad, la repetición, la reiteración en la diferencia posibilitando un reaseguramiento profundo de la permanencia del objeto aún en  la desaparición y en la transformación, hasta que su maduración, el aprendizaje de la praxia y las posibilidades de soportar la separación del otro, tal vez simbolizado en el objeto, le permitan asumir autónomamente las dos fases del esquema de acción, como sujeto que se ha apropiado del tomar y el dejar.

A los diez meses  de tratamiento se inicia una nueva etapa.

En una sesión explora activamente una serie de objetos pequeños, destapa cajas, los toma uno a uno. Su prensión es un poco más ajustada, pero siempre masiva. Pone mucho empeño en su tarea. En un momento, al pasarla de una mano a otra, rompe una de las cucharitas de helado de plástico con las que jugaba. Mira sorprendida el manguito que conservaba apretado en su mano derecha y comienza a mirar a su alrededor donde había dispersado varios juguetes entre ellos cucharitas similares, de distintos colores. De pronto descubre la parte que se le había caído. La toma con su mano izquierda y la acerca a la otra como para unir los dos segmentos. Yo estoy realmente conmovida observando por primera vez en Ana una actitud mental asociativa, reconociendo y seleccionando una parte entre muchas otras y juntando las partes de un todo. Un proceso analítico sintético revelador de un pensamiento operatorio en plena acción.

En la misma época trepa  bloques de 40 cm.. Desliza todo su cuerpo sintiendo bien los apoyos necesarios para no caerse, reajusta cuidadosamente su base de sustentación y se impulsa prudentemente con la punta de un pie mientras trepa con la otra pierna flexionada. Se interesa ahora por aros inflables que suspendo a escasa altura cuando veo que comienza a investir el espacio de arriba. Juega con todo su cuerpo intentando colgarse de los aros, enredándose y desenredándose con mucho placer en las sogas, entrando y saliendo de túneles colgantes que se balancean. Las sogas suspendidas del techo le sirven para sostenerse mientras intenta ponerse de pié deslizándose contra la pared. Es muy significativa la apoyatura de la espalda, zona corporal particularmente investida y el deslizamiento sobre la pared como lugar de reaseguramiento y apuntalamiento para el crecimiento, juega sosteniéndose con la soga a pararse, agacharse. Capta su imagen en el espejo y su mirada es intensa mientras, atentamente, repite ese juego. Poco tiempo después comienza a desplazarse dando pasitos laterales, deslizando su espalda apoyada en la pared. Así puede recorrer toda la sala. Llega a la escalera de dos hojas, se cuelga de sus escalones, intenta elevar el tronco pero allí tiene poca superficie de apoyo.

Durante semanas ensaya distintas maneras de subir la escalera pero no puede pasar del primer peldaño. La organización de estas coordinaciones es larga y muy difícil pero está empeñada en conseguirlo y es notable la iniciativa, la persistencia de su proyecto, la seriedad con que intenta nuevas estrategias y  las ensaya una y otra vez.

La prensión y manipulación han mejorado bastante a pesar de la dificultad. Ensarta aros en vástagos muy ajustados, encaja objetos en series uno dentro de otro. Todo su cuerpo se implica en la acción. La expresión es de interés, esfuerzo y concentración

En la última etapa, Ana  ya con 5 años, se integra a un grupo terapéutico con otros tres niños con diferentes patologías. Durante semanas Ana se refugia en un rincón sorprendida y atemorizada, los estudia de lejos. Disminuye su actividad, está muy pendiente de los desplazamientos de los otros. Reacciona con crispación y rechazo si alguno de acerca pero no puede defenderse, ni defender su espacio ni sus pertenencias. Sólo un mes después comienza a oponerse activamente y, recuperando su seguridad, se desplaza por la sala buscando sus objetos pero todavía evita sistemáticamente a los otros niños. Los observa con atención y participa de la acción siguiendo el ritmo, los impulsos, los movimientos de los otros con todo su cuerpo, como el espectador de una cancha de jugadores, con una imitación refleja, por imantación,  pero a bastante distancia.

Tarda casi dos meses en animarse a ir hacia ellos. Sus primeros acercamientos son para recuperar objetos, inclusive arrancándoselos de las manos, mientras los mira amenazadoramente. A partir de estas disputas de lo propio y discriminación del otro comienza a integrarse al grupo. Luego puede llegar a compartir una actividad común,  llenar recipientes en conjunto, llenar cuando otro vacía y a la inversa, empujar un carro, transportar bloques, intentar apilarlos.

Su equilibrio y dominio de su cuerpo fue aumentando. A pesar de su trastorno motor producto de su grave daño cerebral, camina ya sola, con dificultades y con su prótesis pero por su propia iniciativa, inclusive corre y anda en triciclo. La marcha  ha cobrado sentido en la construcción de su subjetividad, como superación de la angustia de separación y de pérdida del otro,  ya no aparecen los aferramientos, puede irse y volver.

A los 5 años y medio está atenta y bien conectada con su familia, que ahora la acepta mejor, la comprende y también se gratifica descubriéndola. Vive y genera conflictos cotidianos habituales en las familias, se le ponen límites y participa a su nivel. Controla esfínteres regularmente desde hace pocos meses.

Ana ingresa en una institución especializada donde comparte actividades durante el día con buena pertenencia grupal. Su mirada es intensa, directa, vivaz, pícara y provocadora. Se hace comprender rápidamente y respetar en sus deseos.

Conclusiones

La posibilidad de “dejar ser” a Ana, de ser recibida y aceptada porque “es quien es” y, como diría  Judit Falk, tiene el derecho de serlo,  les permite progresivamente a los familiares de Ana descubrirla en sus potencialidades y competencias y no desde lo que no puede ser ni hacer, desde la angustia de la falta, desde la culpa de la falla. Pero sobre todo les permite, de manera heterogénea, ir descubriéndose en nuevas funciones parentales y en la construcción de nuevas modalidades de interacción más placenteras, menos sobreexigentes, más respetuosas recíprocamente y sobre todo más gratificantes. El padre organizó y amuebló una habitación independiente para Ana buscando cada detalle para que pudiera desplazarse y jugar. La madre, pudo identificarse con algunos aspectos positivos de Ana, “es empeñosa como yo”, decía, lo cual le permitió elaborar los sentimientos hostiles y parte de la culpa frente a la imagen descalificadora que Ana le devolvía.

La mirada de Ana se transformó al mismo ritmo de la transformación de la mirada sobre ella de cada uno de los miembros de su familia. Fueron construyendo juntos, recíprocamente, “la otra mirada”.

Realizar el acompañamiento como terapeuta y la orientación familiar que permitiera apuntalar la autonomía y la confianza en Ana, hubiera sido imposible para mí si no hubiera contado con los aportes de Bernard Aucouturier, de Emmi  Pikler y su equipo y también los de autores como D. Winnicott,  E.Bick,, D.Anzieu, entre otros, que me ayudaron articular aquéllos con la comprensión psicodinámica de la expresividad de su cuerpo, su movimiento, su actitud y su mirada.-

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